Trece horas y cincuenta minutos




Normalmente las gentes anhelan salir de las ciudades a pasear por los pueblos; yo por llevar la contraria, me voy del agobio de la tranquilidad del pueblo a pasear por el ruido de mi ciudad.
A las ocho de la mañana tomé el autobús, por equipaje una pequeña mochila con lo habitual en estos casos cámara de fotos, libreta y chubasquero por si acaso acertaban los agoreros pronósticos meteorológicos.
El día estaba fresco, pero agradable, después de una semana de calor de más para la época; la temperatura ideal para caminar, disponía de toda la mañana para dedicarme a ello  y estaba dispuesto a aprovecharla sin preocuparme de más, mejor dicho olvidándome de lo demás.
Hora y media después el autobús entró en la estación Sur y mientras fumaba un cigarrillo en la dársena decidí no pagar euro y medio por dos estaciones de metro; Luis Candelas, no saqueaba tanto, en ocasiones hasta perdonaba el peaje si estaba de buen humor.
Subí al vestíbulo de la estación andando por la rampa mecánica que no funcionaba; era martes y debían de haberse enterado que la utilizaría, así que estaba desconectada, sonreí para qué iba a irritarme por está nimiedad.
Salí a la calle y en la primera esquina eché un vistazo al periódico mientras tomaba un café y me aturrullaba el oído la conversación, sobre baterías de coche, del camarero con un cliente.
Con paso despreocupado continué mi camino y al poco hice la primera fotografía a un arbusto de la mediana que llamo mi atención por estar en plena flor de esplendor violáceo.  
Miré a mi alrededor y allí estaban las chimeneas de los hornos ya apagados y alguna nave de ladrillo vestigios abandonados del pasado industrial de esta zona que hoy ha cambiado radicalmente y no parece mal sitio para vivir, amplias avenidas ajardinadas, a un paso del centro, con salida a la M-30 y hacia cualquier lugar en el que buscar lo que se busca sin saber qué es.
Más arriba el puente metálico que cruza la calle del Comercio, con su color óxido, destacando sobre el acerado de las columnas de  las catenarias sobre el panorama de Madrid y su cielo gris.
Un poco más allá me detuve y por entre los arbustos de la mediana  descubrí el rincón que, al otro lado de la calle, ha creado la esquina de un edificio de corte moderno sin más que resaltar que la sencillez  de su fábrica y la sencillez siempre consigue llamar mi atención.
Por aquí los edificios no suben más de cuatro plantas lo que permite ver el cielo sin tener que torcer el cuello en exceso para encontrarlo. Anchos espacios invitando al optimismo de la luz natural incluso cuando el día está gris y tintado de melancolía. Es un alivio que al menos algo invite al optimismo cuando el cuerpo está medio vacío y el alma es un secarral cuarteado.
Continué siguiendo el muro que delimita la calle, erigido en ladrillo con paneles de cemento típico de la industria de principios del siglo pasado: Sobrio pórtico, rectangular de adornos simples y simétricos de ladrillo sobre pilares de granito que da entrada a un edificio de almacenes y una idea meridiana de cual fue en su día la realidad de esta zona.
Vecino un taller de bicicletas, anuncia confección a medida y alquiler, de entrada simpática y una media bicicleta como reclamo publicitario. Aún quedan artesanos que dan más importancia a la calidad que al tiempo a emplear.
Llegué al último tercio de la calle, donde la acera se estrecha por el sistema provisional que sujeta el muro de la estación de Atocha, que de provisional ha pasado a ser definitivo, ocupándola con su base de hormigón y sobre ella los tirantes metálicos de pintura desconchada y trazos de óxido; “si se mira con buenos ojos hasta se le ve la belleza”, diría quién lo diseñó, pero la verdad es que la mezcla de colores, indefinibles, no llega a garabato de los que pintan los infantes del colegio que hay enfrente.
Un poco más arriba por entre el reflejo del Sol vislumbré el rincón gallego que recordé no era mal sitio para refrescar y tampoco lo era para rematar unos callos, pero no era ni la hora ni el momento de hacer parada ni  para pensar en otros tiempos, además de ser demasiado silencioso  a esas horas a pesar del bullicio de los alrededores; no estaba yo para demasiados silencios, bastante tenía con el de mi voz.
Casi era el final de Méndez Álvaro y llegué a la entrada trasera de la nueva y funcional estación de Atocha y de la vieja y herrada estación del Mediodía. En la rampa que une los aparcamientos de una y otra se concentraban más de un centenar de taxis, luego buscas uno y no lo encuentras. Conocen bien los horarios de trenes y aviones los taxistas.
Pensé bajar al vestíbulo de la antigua estación, hoy jardín tropical, mas seguí de frente y salí al pico de la gota que forma la llamada glorieta de Atocha cuando su nombre oficial es del Emperador Carlos V; manía de llevar la contraria por estos lares y que despista bastante al visitante neófito con los nombres de las calles, plazas, glorietas, plazuelas o rincones de la Villa que no se corresponden con su denominación oficial. Será que se nos quedó ancorado en la piel aquello de ser Villanos y no podemos resistirnos  a llevar la contraria aunque es más, que afán de contradecir, derecho al pataleo contra los desatinos de la autoridad la razón de la toponimia castiza de la capital.
Mientras maceraban en los sesos las sutiles sensaciones del día, que a priori, se presentaba entre los que se diluyen en el olvido y no llegan a formar parte de la memoria más entrañable, llegué a la glorieta de Atocha por la parte suroeste, frente a la cristalera del  museo Reina Sofía y me topé con una valla de chapa ocultando la fachada de la estación; las perpetuas y eternas vallas de obra que salen como las setas al primer sol de la primavera.
Y caí en la cuenta que  había desaparecido el letrero de “Estación del Mediodía”, el de forja que estaba encima del reloj, en el vértice superior de la fachada; seguro que molestaba que se llamara estación del mediodía y es mejor denominarla Puerta de Atocha.
Desde luego “Del Mediodía” es mucho más poético que “Del Sur” y bastante más que “Puerta de Atocha”, nombre de la virgen que tiene su casa al este de la estación desde cuando estos parajes eran un estopal. Al menos queda el  hotel de enfrente para seguir recordando que estamos al Mediodía y que de aquí los trenes salían y salen hacía el cenit del Sol: El mediodía.
Buscando el norte
al mediodía tus ojos encontré
y tu mirada me habló de amor.

Crucé la glorieta y me adentré en la plazoleta donde están las entradas al Museo Reina Sofía y al Real Conservatorio Superior de Música en busca de la cafetería Dorna y en su lugar encontré uno de esos locales, de nuevo cuño, franquicia de una cadena que me niego a mentar.
Sin aviso de cierre
los lugares intentan borrar
los recuerdos tercos no los olvidan,
versos del “alma mía”
escritos una mañana de abril
soñándote desde allí.

Me quedé un rato mirando a un lado y a otro en busca de donde hacer parada y no me convenció ninguno, crucé la calle y subí hacia el centro por el Paseo del Prado, me detuve en la puerta de la cafetería del hotel Mora, vi que era un lugar tranquilo, entré y me senté en una banqueta de la barra; cuando el camarero me saludo le pedí una caña y un pincho de tortilla que a priori no tenía mala pinta.
Di un trago a la cerveza y mientras saboreaba el primer bocado de tortilla, que estaba jugosita por dentro, dirigí la vista a la cristalera  de la cafetería y por encima del tráfico perdí la mirada por la verja del jardín botánico imaginando las penalidades de los que se aventuraron en lo desconocido para hacernos saber que no somos nada más que un poco de aliento bajo la capa de ozono.
Cogí una servilleta, escribí tres palabras, la arrugué y la eché a la papelera del pie de la barra; a la decoración amable del lugar le faltaba la algarabía de las voces subidas de tono, las conversaciones no levantan del cuello y el ambiente invitaba a disfrutar del silencio y a mí me faltaba la melodía del ruido y tú presencia para encontrar las palabras.
Salí del bar, que apunté en la agenda de mis recorridos, y continué calle arriba, me topé con el verde un semáforo y crucé, miré al sur y lo vi gris, calculé si llovería, mejor que no lloviera levantaría el aroma a melancolía y no sabía si quería volver a sentirlo.
Dejando a la derecha la plaza de Murillo me senté en un banco semicircular de cara a la estatua de Velázquez, encendí un cigarrillo y miré el pasar de los transeúntes, la mayoría turistas  intentando captar con sus cámaras el alma del que yo les podría hablar profusa e indefinidamente.
A mi izquierda ya había cola para entrar al museo de nombre pastoril, meca del arte de los genios que ellos no eligieron, ya estaban los reyes para decidir; eran los que pagaban y disponían por la Gracia de Dios o lo que es lo mismo imponían su sinrazón en el nombre de Dios.

En medio de un prado
de verde llano
el arte de los almados
río de chatarra andando
y yo, sentado, pensando...

En espumas blancas
acariciando tobillos y
borrando los pasos
de las finas arenas
caminadas de la mano…

En la densidad de la luna
de verano acicalada
de centelleos fatuos
recreando el presente
de las brasas en ciernes.

En medio de un prado
con la sed del alma
circulando las entrañas
nostálgicas de la astral calma
de tus radiaciones humanas.

Con paso cansino reanudé la marcha cruzando sin detenerme entre los grupos de turistas y estudiantes  con cara aburrida en su mayoría, no les hacía demasiada gracia la visita para ver cuadros que no aparecen en sus consolas y subí las escaleras que van a los Jerónimos y la Real Academia donde, sin apenas vehículos ni peatones, imperaba la tranquilidad y el deterioro por dejadez de la escalinata de acceso a la iglesia que daña a la vista y pide una restauración urgente.
En la puerta de la iglesia un mendigo, que sería de las iglesias sin mendigos posiblemente sosiego sin opulencias en las que el tesoro sería la luz de las vidrieras o de ventanucos sin ellas. Pero la vida es como es: pecado a condición de arrepentimiento, tan hipócrita como el perdón que genera y todos tan contentos, más si va acompañado del óbolo oportuno.
Después de visitar el templo y preguntarme qué le hace ser tan estimado; aparte del cuadro del altar su decoración es sencilla nada opulenta, llegué a la conclusión que es por la apariencia y el decir que se figura en el rol de las élites que allí celebraron sus eventos más entrañables.
En fin, seguí mi camino y en la fachada trasera de la Academia me entretuve con los listados de escritores grabados en mármol, no están todos pero los que están fueron y son la esencia del castellano y, aunque en los atrases escondidos. es bueno que sus nombres estén a la vista de todo el que se moleste en mirar por  los rincones y no sólo vea de pasada las fachadas.
Por la calle Academia me planté en Alfonso XII, más conocido por ser el marido de la Reina Mercedes y sus devaneos amorosos que por otra cosa.  Durante su corto reinado se dedico a vivir la vida dejando a los políticos hacer su trabajo evitando los errores de su Madre y los que posteriormente cometió su hijo interviniendo en la política de sus épocas.
Y bajando en sentido Atocha saqué  alguna foto a los edificios, en uno de ellos un operario limpiaba los cristales exteriores de los miradores de forja sentado en la baranda de uno ellos sin ningún tipo de protección ni de sujeción. Lo normal en este país en el que se piden las medidas de seguridad con el cadáver aún caliente y al día siguiente se olvidan.
Suspiré y seguí andando acompañado por un gorrión que paseaba en el mismo sentido que yo y que se dejó retratar sin mostrar el mínimo interés por mi presencia; la fuerza de la costumbre le hace pasear tranquilamente en territorio hostil con la esperanza de que nadie se dé cuenta de su presencia.
Llegué a la esquina de la Cuesta de Moyano. Después de tirar varias fotos bajé por ella lentamente mirando los mostradores de las casetas, me sorprendieron los precios de algunos libros; se han espabilado los libreros de lance, seleccionan y valoran en exceso algunos libros, aunque aún es posible encontrar gangas en los estantes portátiles que plantan en medio de la cuesta frente a las casetas.
Mirando y remirando sin prestar excesiva atención encontré “Los Pasos Perdidos” de Carpentier,  libro de bolsillo, edición del 79, a un euro, por supuesto lo compré y terminando de subir la cuesta crucé la calle hacia el cerro de San Blas con intención de entrar en el observatorio de su cumbre pero esto no fue posible, las visitas son los fines de semana, lo dicho era martes.
Desde allí arriba otro par de fotos que nadie  dirían están hechas en el centro de Madrid, a un paso de la cosmopolita Atocha y me adentré en el retiro por el paseo de Fernán Núñez por el que, después de que se me escapase una ardilla mimetizándose en la copa de un pino, llegué a la noria del huerto del francés que aún sigue haciendo su trabajo y surte de agua a la fuente del  Ángel Caído cuya glorieta estaba tomada por los aficionados al patinaje  obligándome a rodearla para tomar el paseo de Uruguay y llegar a la rosaleda de Cecilio Rodríguez que estaba un tanto mustia en este fin de la primavera casi verano, también puede ser que al estar el día gris hiciera a mi ánimo ver en blanco y negro.
Calculé que hacía unos cuarenta años que no pasaba por estos parajes que siguen igual, los mismos árboles, eso sí, bastante más crecidos.
Miro atrás…
El diablo elevado
los pinos cascalbos
la rosaleda en su cerco
y la gente paseando…
Lo mismo que antaño.

Me detuve en un cartel muy documentado, no se les escapa ninguna clase de árbol y hay unas pocas variedades diferentes, a ver quién alega hoy ignorancia ante tal cantidad de información sobre lo que antes teníamos que preguntar y tener la suerte que alguien supiera contestar.
Sutil se va mediando
la mañana
sin decir ni una palabra
los ojos beben el paisaje
arrebatan las notas
de los pájaros
y el polvo en los zapatos
pátina de copla coja.

Al paseo de coches llegué tarde, estaban desmontando las casetas vacías de letras de la ya pasada feria del libro, las esquivé y por detrás de ellas seguí la verja de los jardines de Cecilio Rodríguez en donde entré cuando un operario, ya no hay jardineros del retiro, soplaba el suelo de la pérgola encaramada por enredaderas.
En el macizo que rodea el estanque los pavos reales desplegaban sus plumas en abanico y absortos de lo que ocurría en su entorno se pavoneaban ante las hembras, algunas  les seguían, las más indiferentes picoteaban sin prestar atención  al dispendio de belleza y vanidad de los machos. Tiré unas cuantas fotos,  no todos los días posa, tranquilamente y sin asustarse, para ti un pavo real con toda la magnificencia de su hermosura.
Continué hacia el norte,  me detuve bajo las ramas de un ciprés de los pantanos y mientras encendía un cigarrillo pensé que nunca le presté atención a este árbol de hojas verde apagado y totalmente diferente a su hermano el ciprés pero con el mismo halo hospitalario.
Miré el reloj, eran las doce menos diez, hora de volver a la realidad de la ciudad, salí del retiro por la puerta Doce de Octubre donde hay una biblioteca popular, porchecillo de ladrillo en donde se pueden dejar libros y coger los que allí aguardan ser leídos antes de que los elementos terminen con su juventud.
Crucé a la acera de enfrente y me dirigí a la esquina donde está la “muralla”, me acomodé en la barra y pedí una cerveza, hice una llamada y esta vez me cogieron el teléfono, dije donde estaba, en diez minutos llegarían. Pedí otra cerveza y me salí a la terraza a fumar, el vientecito era fresco y me puse el chubasquero. Sonó el pitido del teléfono anunciando un mensaje: Llamaré sobre la una.
Contemplando el paso de la gente pensé en escribir pero no se me ocurrió nada, mi mente estaba ya en otro lugar. Sonó el teléfono… ya tenía destino al que llegar.
Mediada la cerveza apareció Ángeles nos saludamos y sentados en la terraza, repasamos la vida desde que no nos veíamos,  casi un año, ella con el consabido café, yo con otra cerveza, terminamos hablando de política y economía. No teníamos tiempo para más, sus obligaciones y mi destino no podían esperar, fuimos por el bulevar hasta la calle Narváez donde nos despedimos.
Cambié de rumbo y me dirigí a Goya, por Fernán González, para coger el metro embebido en mis pensamientos y sin prestar atención más que a mirar el reloj y calcular lo que tardaría en llegar.
Dulce
es el beso de la luz
en la oscuridad del sentir

Podría seguir relatando los pasos que di y por donde los di mas en este punto los sentidos eran incapaces de prestar atención a los detalles que pasaban ante mis ojos que sólo veían el reflejo que en breve sería abrazo en lo alto de las lomas, entre el sur y el norte y siempre al este donde nace la luz que nos irradia.
Y los pasos eran pasos perdidos en sí mismos,  el corazón orquesta al viento y las yemas de sus dedos cortina, cual velo trampantojo,  escondiendo al entorno la dicha de estar en ellos.  
Y los pasos perdidos ya eran decididos, exprimiendo, sorteando y saltando con descaro sin perder un grano del ritmo de la arena midiendo el tiempo que ahora es quien reina y correr hasta donde debe ser tan lento que el segundo se haga hora y la hora día sin ocaso al que llegar.


Seis páginas y un pico
Para siete horas sin cisco
Cuatro párrafos y
dos poemas al suspiro
dilatan a las venas.
Una sonrisa y
los rizos con su albricio
acallan en abrazo
al bullicio.

Sube o baja la calle, qué más da si es lo uno o lo otro el caso es que está en la calle sonriendo y los ojos encendidos sin velo.
Vamos, venimos, aparecen los fantasmas, se van cabizbajos y en el altillo suena el agua y dos cigarrillos, uno que me fumo otro que ahorro mientras me miro en el aire que me circula sosegado. Y la escalera se olvida de ser rutina y se hace jacaranda.
Del sabor del café no me acuerdo; está el color de la mirada adormilada, esperanza danzando por las retamas, armonizando los dorados de la estepa con el rojo de los ladrillos que las enredaderas trepan.
Y qué fugaz fue y cuantas cosas en el tintero y cuantas cosas dijeron los silencios y qué hermosa eres y… Y nos vamos y nos separamos con las sensaciones en la entraña del alma bullendo sin reposo por el momento sin agrio adiós.
Crucé la calle, miré el reloj y de nuevo cambié de opinión, no podía quedarme en donde brota a cada palmo el recuerdo, tan presente, tan cercano. Bajé al metro y ya en el tren vi que llegaba con el tiempo justo para tomar el autobús.
Al final me tocó esperar, el bus salía media hora más tarde. Compré el billete y bajé a las dársenas, encendí un cigarro, saque de la mochila las gafas y el libro de los pasos perdidos y comencé a leer mientras paseaba por la luz mortecina de la tarde.
Subí al autobús. Un minuto pasada la hora se puso en marcha, seguí leyendo hasta que el cuchicheo de los asientos de atrás me hizo distraer de lo que leía y empaparme de los chismorreos de una peluquería que terminé por conocer con detalle durante el viaje.
Llegué a mi destino, bajé del autobús, encendí un cigarrillo al pie de la torre de la iglesia, miré el reloj, eran las diez menos diez de la noche y me fui para casa pensando que se me ha hecho corto el día, apenas trece horas y cincuenta minutos, sin rutina.

oooooOooooo
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 Seis de agosto de 2013
 Miguel Ángel S. L.





2 comentarios:

  1. La vida se compone de instantes, hay que coleccionarlos y atesorarlos, y si además eres capaz de compartirlos de una manera tan bella, ¿qué mas se puede pedir? Precioso, gracias por indicármelo ^_*

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